Al llegar a casa, después de pasarse dos horas corriendo y sobre unas ruedas de silicona vieja, sólo podía respirar. Su pecho subía y bajaba a un ritmo frenético. Intentaba sacárselo de la cabeza y no podía. Su temperatura había aumentado pero el indomable frío no se le fue ni por un instante.
Ahora sólo tiritaba.
-Creo que tenemos un número determinado de lágrimas por cada persona -musitó - y yo he gastado las mías.
Cerró los ojos y se dejó caer en la cama. No se dió cuenta cuándo empezó a sollozar.
Te regalo una flor. Preciosa. Para que veas que Romeo no ha muerto.