No, nunca le he contado a nadie porque aveces me descubren observando a la luna blanca, recordando una sonrisa.
Aquella. La primera.
La que me hizo enloquecer.
Seguiré contando estrellas, aunque ya no vuelva a verlas de tu mano en lo alto del tejado,
Aquella. La primera.
La que me hizo enloquecer.
Seguiré contando estrellas, aunque ya no vuelva a verlas de tu mano en lo alto del tejado,
ni a reír en los taxis que nos llevan a ningún lado, a perdernos. A comernos. A contarnos cuentos que nunca se inventaron.
Sabes que en el fondo adoro perderme, si es contigo claro.
No caben en el centro de mis manos tus caricias. Se deshacen por los lados. Resbalan por mi cuello, y por mi cintura. Recorren en susurros silenciosos mi clavícula. Tienen miedo, como tú.
Miedo de mí. De la noche. De que se acabe.
Piensas que si no me tocas te vas a derretir y que si no te beso me voy a evaporar y a convertirme en humo que respiras cada noche en la soledad de tu cuarto.
El humo te recuerda a mí, ¿o era al revés?
Al fin y al cabo somos como el humo, libres y veloces, inevitables.
Quiero escribirte un poema, pero no puedo. Y te preguntarás por qué. No sabes que la respuesta la tienes tú, guardada en el bolsillo descosido de tu pantalón. Donde se pierde. Como mi cordura, cuando me besas.
Y se disipan mis miedos, y se aceleran mis sueños.
Y quiero hacerlo todo, saltar, volar, reír, llorar, cantarte la canción más bonita que puedas escuchar entre cuatro paredes. Dedicarte mi estrella, aunque ya tenga dueño.
Aunque no quede tiempo.
Aunque tenga que irme ya.
Pero siempre vuelvo. Y tú lo sabes.
Maldito tú.
Maldita yo.
Y esta noche, que no acaba.
Busca siempre el corazón, que se sale por la boca.
Lo demás sobra.
Si no lo sientes, entonces, no trates de escribir.
No sabes soñar.
Búscame a mí, como siempre a las dos y cuarto en aquel bar. Con la mejor de las sonrisas de alquiler.
Voy a echarte de menos cada vez que suene esa canción.
Voy a grabar tu nombre a fuego.
Sí, voy a echarte de menos.
Sabes que en el fondo adoro perderme, si es contigo claro.
No caben en el centro de mis manos tus caricias. Se deshacen por los lados. Resbalan por mi cuello, y por mi cintura. Recorren en susurros silenciosos mi clavícula. Tienen miedo, como tú.
Miedo de mí. De la noche. De que se acabe.
Piensas que si no me tocas te vas a derretir y que si no te beso me voy a evaporar y a convertirme en humo que respiras cada noche en la soledad de tu cuarto.
El humo te recuerda a mí, ¿o era al revés?
Al fin y al cabo somos como el humo, libres y veloces, inevitables.
Quiero escribirte un poema, pero no puedo. Y te preguntarás por qué. No sabes que la respuesta la tienes tú, guardada en el bolsillo descosido de tu pantalón. Donde se pierde. Como mi cordura, cuando me besas.
Y se disipan mis miedos, y se aceleran mis sueños.
Y quiero hacerlo todo, saltar, volar, reír, llorar, cantarte la canción más bonita que puedas escuchar entre cuatro paredes. Dedicarte mi estrella, aunque ya tenga dueño.
Aunque no quede tiempo.
Aunque tenga que irme ya.
Pero siempre vuelvo. Y tú lo sabes.
Maldito tú.
Maldita yo.
Y esta noche, que no acaba.
Busca siempre el corazón, que se sale por la boca.
Lo demás sobra.
Si no lo sientes, entonces, no trates de escribir.
No sabes soñar.
Búscame a mí, como siempre a las dos y cuarto en aquel bar. Con la mejor de las sonrisas de alquiler.
Voy a echarte de menos cada vez que suene esa canción.
Voy a grabar tu nombre a fuego.
Sí, voy a echarte de menos.